Relato escrito por Ignasi Calvo en abril de 2014
Que las probabilidades sean bajas no quiere decir que no sea posible. ¿Existe una remota posibilidad? Entonces puede suceder. Que las posibilidades de que dos bajas posibilidades concurran es rizar tanto el rizo que éste se convierte en rasta. Hoy desclasifico una historia que merece ser compartida. El surrealismo al poder, en una tranquila noche de mediados de abril de 2014 en medio de la más absoluta nada que dibuja el macizo de Altai ruso.
Somos cuatro personas en una furgoneta Mitsubishi Delica inglesa, adelantando camiones a través de las carreteras federales rusas con volante a la derecha, lo que se conoce como copilotaje extremo. Miles de kilómetros desde Barcelona hasta Mongolia. Llevamos buen ritmo, unos cuantos kilómetros a nuestras espaldas y estamos explorando la región de Altai en Siberia.
Ya es de noche, la carretera es bastante remota y hemos tenido que detenernos en un arcén con cobertura a esperar la llamada del programa “SER Aventureros” desde España, para una pequeña entrevista en directo. Tras la entrevista, decidimos parar a cenar en cualquiera de los miles de prados que rodean esta carretera que surca el sur de Altai, bordeando la frontera kazaja. Decidimos plantar el chiringuito en uno pequeño, en un puerto de montaña desolado, sin árboles y con unas vistas impresionantes a la luz de la luna llena. Al prado se entra por un pequeño camino estrecho entre dos montículos, al que se accede por el ápice de una extensa curva de 180 grados que sube hasta el punto más alto de la carretera. El GPS indica que la siguiente localidad está a veinte kilómetros en línea recta, unos treinta dando curvas. No se oye un alma, y llevamos ya unos kilómetros sin oírla. El lugar ideal.
Se inicia la maquinaria. Uno pone el hornillo, otro el agua en la olla, otro busca los macarrones, otro preparar el pica pica mientras se hierve la pasta… Abrimos la puerta corredera lateral de la furgoneta e instalamos el hornillo con cuidado, en el suelo interior, para que no le dé el fuerte viento. Bromeamos sobre las anécdotas de los días pasados y vamos saciando nuestro hambre con nuestra pequeña reserva de chorizo, jamón y queso, tan añorados fuera de España. Todo está bien, todo sobre ruedas.
De repente, Javier se queda pasmado. Nosotros le ignoramos. Pero Javier insiste y exclama, señalando al cielo: “¿qué narices es eso?”.
En un instante el cielo empieza a clarear. Seguimos con la vista la dirección del dedo de Javier y empezamos a alucinar abriendo progresivamente la boca a razón de un centímetro por segundo y medio. La bola de fuego se va haciendo cada vez más grande en el cielo y, por suerte, va de derecha a izquierda. Mal asunto sería si simplemente se hiciera grande. Durante unos eternos seis o siete segundos estamos atónitos ante el espectáculo. ¿Cuál es la probabilidad de que veas caer un meteorito de esas dimensiones? Pues nos ha tocado la lotería. Cuando al cabo de un minuto oímos el lejano trueno, muy sutil pero perceptible, subimos corriendo hasta lo más alto del puerto de montaña para intentar ver algo en la lejanía. No sé, un resplandor, un hongo, algo. Demasiado Hollywood al final es dañino. Evidentemente, no vemos nada y el rumor lejano, grave e intenso como un trueno de magnitud un millón fruto de un rayo caído en la otra parte del mundo, se desvanece. No era más que el ruido del meteorito cortando la atmósfera, inocentes de nosotros. Vuelve la tranquilidad a la província.
Regresamos junto a nuestra querida furgoneta alucinados, alterados, sumando este hecho a la sarta de anécdotas surrealistas que van sucediendo durante el viaje. Estamos tan enfrascados con nuestros macarrones y nuestro meteorito que sólo vemos de reojo el único coche que sube por esta carretera en la última década (a excepción nuestra). Seguimos enfrascados y riéndonos mientras no dejamos de ver por el rabillo del ojo ese misterioso coche. Las risas se vuelven nerviosas cuando el coche se detiene en la curva que da acceso a nuestro prado. Dejamos de reírnos y observamos el coche detenido, en la curva, aún en el asfalto. Los macarrones casi están listos cuando el coche inicia la marcha atrás.
Tengo la mala costumbre de dejar siempre el coche encarado hacia la salida, por si las moscas. Nunca se sabe cuándo tendrás que salir por ruedas. Esa noche, no obstante, la salida estaba bloqueada por el coche intruso, que circulaba lentamente por el camino que da acceso a nuestro prado. Sin mediar palabra, uno de nosotros ya está guardando todos los trastos en el maletero, otro ya se ha sentado en el asiento del conductor, el tercero ha parado el hornillo y el cuarto está pendiente de que no quede nada alrededor. Finalmente, los cuatro estamos dentro de la furgoneta, con el motor encendido, las puertas cerradas y a la espera.
Ambos vehículos estamos detenidos: ellos en medio del camino de acceso y nosotros en medio del prado. Nos estamos deslumbrando mutuamente, en un duelo. Estamos en medio de la nada, de noche, en una región bastante remota, acaba de caer un meteorito y el único coche que pasa por aquí ha decidido detenerse para visitarnos. Nuestra prevención puede parecer exagerada pero más vale estar listos por si las moscas.
Tras unos eternos segundos, se abre lentamente la puerta del copiloto del coche visitante. No vemos prácticamente nada porque nos deslumbran sus luces. La puerta se cierra y una silueta empieza a andar. Se dirige hacia nosotros lentamente cuando, de repente, introduce su mano en el chaleco, en un gesto muy explícito, visto en películas cientos de veces. No hace falta mediar palabra: todos lo hemos entendido. Nos vamos dando gas.
Esquivamos al hombre por la derecha mientras aún tiene la mano bajo el chaleco y éste, aturdido, se queda paralizado. Como el camino de entrada está bloqueado, no tenemos otra opción que encarar el montículo derecho. La Delica es un buen trasto y, pese a la inclinación, no nos deja tirados… Pero nos paramos, y al unísono todos le preguntamos al conductor qué diablos hace. Entretanto, el hombre ya ha llegado a nuestra posición y está en mi ventana, mirándome a través del cristal. “¡Gas, gas!”, a lo que el conductor responde, “¡Baja la ventana! ¡Que son policías!”.
Efectivamente, el hombre me enseña a través del cristal la placa que acaba de sacar de debajo del chaleco. ¡Por favor, qué susto! No, no estaba sacando el cuchillo ni el arma… sino la placa policial. Miro hacia atrás y veo su Lada Niva, en el que viajan además dos personas más en el asiento trasero: dos policías perfectamente uniformados. Él y el vehículo van de incógnito. ¡Madre mía, qué despropósito! ¡Casi atropellamos a un oficial de policía! Pero digo yo, ¿no podríais sacar una sirenita, hacer un pequeño ruidito y santas pascuas? Bien jugado, conductor. Hiciste lo correcto. Suerte que viste a tiempo que eran secreta y te detuviste, porque en caso contrario ahora mismo estaríamos enfrascados en una huida sin sentido, creyendo que unos bandidos nos quieren robar. Una huida que sólo se termina al consumir todo el diesel, porque es bien seguro que la policía nos habría perseguido hasta el cráter del meteorito si fuera necesario, sin concesiones.
Pero este malentendido está lejos de acabarse. Los macarrones están desparramados por todo el suelo de la furgoneta (y tenemos hambre). Al inclinarnos con la Delica para salir por el monte, parte del equipaje se ha desplazado. Y ahora mismo tenemos a tres oficiales de policía preguntándonos qué narices sucede. Intentamos explicar el malentendido pero no tenemos más opción que darles los pasaportes y seguirlos hasta comisaría, treinta kilómetros más allá, en el pueblo de Charyshskoye. Nada más entrar en comisaría y ver las rejas de los calabozos, los cuatro pensamos, al unísono, que por lo menos esa noche no pasaríamos frío en Siberia…
Nos sentamos en un sofá a la espera de los acontecimientos. Nos resulta complicado comunicarnos pese a tener nociones de ruso. Nuestros pasaportes siguen en su poder. Queremos aclarar este malentendido y demostrar que no actuamos de mala fe, simplemente estábamos asustados. Tras unos minutos eternos rodeados de todos los policías del turno de noche, aparece una chica que se presenta en inglés como la intérprete. Nada más presentarse nos pregunta, riendo, qué tal estamos. Risas. Uhm, ¡esto pinta bien! Le explicamos el malentendido y se ríe. Les traduce a los agentes, entre ellos el secreta que salió del coche, y éste le explica en ruso su versión. La intérprete nos traduce que entienden el malentendido, y que ellos también se han asustado. ¡Por Dios! ¡Hemos asustado a la policía rusa! ¡No tenemos perdón!
Afortunadamente la historia finaliza bien, se suceden las risas y simplemente toman nota del suceso con un breve parte policial. Tras el incidente, les enseñamos los macarrones desparramados por el suelo de la furgoneta y no pueden evitar reírse, incluído el policía secreta. Les preguntamos acerca del meteorito. Lo han visto, y no era tal: era basura espacial. Nos preguntan si buscamos un hotel y asentimos (aunque teníamos previsto acampar). Así pues, nos acompañan hasta unas preciosas cabañas de madera en medio del valle, junto al río, a las que llegamos sobre la una de la madrugada. Tenemos para nosotros una enorme casa de madera de dos pisos con cocina completa y un billar de dimensiones estratosféricas. Esta noche lo celebramos, porque nos lo merecemos. Kristina, la intérprete, se despide de nosotros deseándonos mucha suerte y ofreciéndose para ayudarnos en cualquier cosa que podamos necesitar durante nuestro paso por Altai. Le agradecemos todo y nos disculpamos por las molestias. Durante el día siguiente nos enviaría mensajes al móvil para saber cómo estábamos. Nosotros nos retiramos a nuestra cabaña privada y nos marcamos una cena de padre y muy señor mío, regada con un buen cava.
El surrealismo se ha cebado con nosotros, el estadista se ha vuelto loco. Hemos roto la probabilística. ¿Qué posibilidades hay de que, tras hacer una entrevista en directo para la radio, veas caer basura espacial e, inmediatamente después, acabes en una comisaría de Siberia? Cero coma.